La historia de esta entrada comenzó en un fin de semana perdido en las calles de Hamburgo, Alemania. Me encontraba allí solo por el fin de semana; había ido a dar una presentación sobre mi universidad en un modelo de las Naciones Unidas. De eso salí la primera tarde, solo me tardé dos horas para ya estar libre de ir a visitar lo que quisiera.
No les caeré a mentiras. ¡Qué ciudad tan aburrida!
Me perdonarán, pero un domingo en Alemania no sucede absolutamente nada. No hay nadie en las calles, TODO está cerrado y para variar, tampoco es que Hamburgo sea una ciudad grande con muchas cosas que hacer. Eran las 1:30 de la tarde y ya estaba desesperado por volver a Londres (para mi desesperación, el vuelo salía a las 9:55 de la noche).
Solución: comer.
Comí una cacerola con carne, pollo, puerco y champiñones; acompañado de una copa de vino.
Luego, en el puerto, me comí un sándwich de pescado con salsa tártara.
El resto de la tarde la pase en un local llamado Hamburg Del Mar donde todo estaba decorado como si estuvieras en la playa. Tome una poltrona, una cerveza y me acosté con los pies en la arena artificial.
Luego de comer y caminar por las calles deshabitadas de esta ciudad fantasmal, llegó la hora de ir al aeropuerto. De lo siguiente, en realidad, es de lo que trata esta entrada.
Vi la pantalla de la puerta B20 que decía: Londres/Gatwick. Me senté y me quede tranquilo. –Sólo dos horas más y estaré en casa- sentí.
Cuando llegue al aeropuerto de Gatwick me di cuenta de cómo todo volvía a la normalidad, a mi rutina. Ya he llegado tantas veces a este aeropuerto que ya me sé los pasillos de memoria. Llené mi planilla de inmigración, hice mi cola y me encuentro con la tan querida señora de inmigración. Era ya casi medianoche.
La señora me pregunta: ¿Qué haces acá? (Pregunta típica) Estudio
¿Qué estudias? (Pregunta típica) Relaciones Internacionales
¿Dónde? (otra pregunta típica) En Hult International Business School
(Pero aquí, la señora dándoselas de cool decidió tomarse su trabajo más enserio y empezó a hacer preguntas, digo yo, más difíciles para “comprobar” mis intenciones de entrar a su país. Su tono, cambia repentinamente y se pone más detectivesco y dudoso)
¿Y dónde queda tu universidad? (TARADA) en Russell Square, Central London.
¿Y qué título vas a obtener? (CRETINA) Pregrado (¿ME VAS A DEJAR PASAR?)
¿Cuántos años vas a quedarte acá en Reino Unido? (¿NO VEZ QUE ESA INFORMACION LA PUSE EN LA TARJETA QUE TE ACABO DE DAR? OJALÁ Y ME QUEDE A VIVIR PARA SIEMPRE) Dos, dos años.
¿Y que estabas haciendo afuera del Reino Unido? (¿QUE TE IMPORTA? ¿NO VEZ QUE HAY COMO 4 SELLOS DE LAS VECES QUE HE ENTRADO?) Estaba de vacaciones visitado a un amigo.
Al parecer, consiguió lo que estaba buscando y me dejo entrar.
La razón por la que me molesté tanto, fue porque sin darme cuenta ya siento un sentido de pertenencia con este lugar. Con Londres. ¿Es que esa vieja malvada no me iba a dejar pasar? ¡Aquí vivo!
Cuando salí del aeropuerto vi como uno de los viajantes se reencontraba con dos personas. Los tres lloraban de la alegría. Allí me di cuenta de algo que siempre he sentido y dicho desde que me fui de Venezuela: no hay nada más triste que llegar a un lugar y que nadie te este esperando a la salida. Últimamente, al parecer ese siempre ha sido mi caso.
Pero no esta vez.
En ese momento, cuando pensé eso, no me di cuenta que estaba llegando de nuevo a un lugar solo. Pero un segundo después, a pesar de que no había nadie allí para mi, sentí en realidad que ya no era triste. No es triste si estas llegando a un lugar conocido. No es triste si estas llegando a tu lugar. No es triste si es tu hogar.
Inexplicablemente me había olvidado de que estaba solo.
Y lo mejor de todo fue que esta vez no me importó estarlo.