Te miro fijamente sin decir palabra alguna.
No hay conexión de ningún tipo entre nosotros.
Toma la punta de una tijera y clávamela en el cuello. No te preocupes, duele mucho, pero así se supone que se debe sentir.
Agárrala fuerte con tu puño, muévela y sigue cortando a lo largo de mi pecho. No limpies nada, no hay sentido en pretender que esto sea limpio y bonito.
Ahora con tus manos abre la herida lo más que puedas. Corta mi tráquea, usa si quieres un cuchillo.
De allí, trata de quitar toda glándula, vena o músculo que impida el paso de tus dedos. Tus uñas están ahora empapadas con mi sangre.
Toma mis cuerdas vocales. Desmenúzalas. Yo igual no las utilizo.
Mete tu mano en mi garganta –ahora deshecha- y allí, solo allí, encontrarás la verdad. Mi verdad. La que nunca digo cuando te veo o cuando te hablo. La que me callo.
La que guardo para mi almohada, mi pared, mi soledad.
Agárrala. Exprímela. Sácamela.
Porque yo, solo, no la puedo decir.