Finalmente, luego de toda esta travesía, me abrazaste por detrás.
Sorprendiéndome, gentilmente e inesperadamente tomaste mi mano. Que sorpresa tan grata.
Me asusté. No sé por qué pensé que a la gente alrededor le iba a importar. Sin embargo, entrelacé mis dedos con los tuyos. Te apreté fuerte la mano para seguirte la seña; decirte entre líneas que yo también siento lo mismo, que tus pasos no habían sido un salto hacia el vacío, que he esperado a tus manos desde hace ya mucho tiempo.
Era el momento preciso para dejar los juegos, las indirectas y los mensajes ambiguos.
Todo parecía un sueño.
Inmediatamente salimos disparados hacia el cielo. Ya tus manos no tomaban las mías pero nuestras miradas seguían volando juntas. (¿Por qué diablos nunca te besé?)
Caímos suavemente, como en paracaídas en una piscina llena agua. Nos sumergimos y salimos de ella sin habernos mojado. Secos. Allí te fuiste, allí me dejaste.
Efectivamente todo había sido un sueño.
(De nuevo, ¿por qué demonios nunca te besé? Si era mi sueño ¿por qué no me digné a hacer lo que en la realidad nunca haría? ¿A quién más le iba a importar lo que hiciéramos sino a mi mismo?)
Son demasiados los límites, obstáculos y las trampas que mi mente me pone. Y ahora, ya despierto, me doy cuenta de que no vale la pena vivir los sueños como uno vive la realidad. Todo lo contrario, hay que vivir la realidad como si fuera un sueño.